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Estos días, mientras la luz de la mesilla ilumina la habitación más allá de la medianoche, me sumerjo junto a Adharanand Finn en su viaje a Iten, en pleno valle del Rift, a la búsqueda del espíritu de eso que nos mueve a muchos y que nos lleva a seguir corriendo días tras día. Un viaje épico dice la contraportada del libro «Correr con los keniatas». Un viaje personal al atletismo más puro que a los lectores nos lleva a sumergirnos, a través de pistas de tierra y corredores keniatas, en una reflexión sobre el acto de correr y el atletismo.

Los ejemplos de la esencia de correr son incontables, y desde el atleta que serie tras serie, esfuerzo tras esfuerzo, busca sus ilusiones a diario en la pista de tartán; hasta el corredor popular que cruza al amanecer los parques de la gran ciudad; o al niño que corre tan rápido como le dan de sí las piernas para ganar a sus compañeros; podríamos pararnos en mil casos distintos para intentar explicar qué es correr.

Lejos de Kenia, en Cambridge, las campanas del reloj del Great Court del Trinity College suenan cada hora, y bajo el repique, entre las losas y los adoquines del patio principal, se puede sentir también el intenso olor a atletismo, y es muy fácil poder viajar cerca de ese sentido más puro imaginándonos corriendo lo más rápido posible para dar la vuelta al patio en el intervalo que dura el sonido de las campanas.

Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981), junto a tantas otras escenas, inmortalizó esa imagen en nuestra cabeza. Según la película, que nos cuenta la preparación del equipo británico para los Juegos Olímpicos de París de 1924, Harold Abrahams se reta con su compañero y rival Lord Andrew Lindsay a dar la vuelta al perímetro del Great Court en el intervalo que va desde la primera campanada que marca el mediodía hasta la última, en lo que simbolizaba una carrera entre ellos, contra sí mismos, y en definitiva, contra el tiempo. La escena tiene mucho de libertad cinematográfica. No se rodó en el citado Trinity College (se grabó en el Eton College de Windsor); en la historia real dicha carrera no llegó a producirse ya que no obtuvieron el permiso necesario para correr en el patio dónde se habían retado, que ni siquiera era el del Trinity; y por supuesto, Harold Abrahams no llegó a ser el primero en batir esa marca.

Pero afortunadamente, la realidad, en este caso, está muy por encima de la ficción, y la historia es verdadera, ya que cada año, en el mes de octubre, en el mediodía que precede a la cena de graduación, los estudiantes del Trinity que se gradúan se retan a conseguir el objetivo de ser más rápido que el propio sonido del tiempo.

El patio, en el camino que miden las losas, tiene una longitud aproximada de 370 metros. El sonido de las campanadas a mediodía (que incluye los cuartos y veinticuatro golpes de campana correspondientes a las doce que suenan cada hora en punto más las doce que señalan la hora exacta), suele durar 43 segundos aproximadamente. Pero aquí, por no quitar romanticismo a la historia, nada es exacto.

Si corremos por el camino de losas, la distancia está en torno a los 370 metros, y además, para seguir esas losas, lo giros son más bruscos al formar esquinas en cada cambio de dirección. No obstante, las reglas se han venido relajando, y en la actualidad se permite correr por la zona adoquinada, lo que reduce un 12% la distancia, y además permite hacer las esquinas más redondeadas, perdiendo menos tiempo.

Las campanas, al aire libre, funcionan a través de un método tradicional, y son más lentas o más rápidas dependiendo del tiempo. El mecanismo, un día más frío y seco, es más lento y da las campanadas más despacio, pero un día cálido y húmedo, es más rápido, hasta el punto que la diferencia puede oscilar en un máximo de 6 segundos, habiendo un poco más de tiempo para correr en otoño o invierno. En octubre, que es cuando se disputa la carrera, la diferencia es menor, y dependiendo del día sólo suele variar entre 43 y 44,5 segundos.

Todos recordamos la escena de la película de Carros de fuego, pero en 1988, siete años después de su estreno, el patio del Trinity College vivió un momento mágico. A mediodía de un día de octubre, vestidos como la ocasión lo merecía, Sebastian Coe y Steve Cram, dos de los más grandes del mediofondo británico y mundial, se habían dado cita sobre las losas de piedra del Great Court con el objeto de recaudar fondos. Con la salida debajo de la torre, y en el sentido contrario a las agujas del reloj por el camino que marcan las losas y que obliga a un giro radical en cada esquina, Coe ganó con 46,0 segundos aproximadamente, y Cram terminó en 46,3, llegando ambos después del último sonido de la campana, que ese día tardó 44,4 segundos.

La historia dice que sólo dos estudiantes consiguieron llegar antes de esa última campanada. En 1927, Sir Burghley, quién al año siguiente fue plata en los cuatrocientos metros vallas de los Juegos Olímpicos de Amsterdam, fue el primero en conseguirlo. En 2007, el 20 de octubre, el estudiante Sam Dobin repitió la hazaña, terminando su carrera en 42,7, si bien es cierto que se benefició de las reglas que permitían recortar por el adoquín y redondear las curvas, lo que ha hecho que la carrera pueda ser algo más accesible para grandes atletas, en lugar de ser un reto que ni el mismísimo Coe era capaz de terminar a tiempo.

¿Dónde radica el sentido más puro de correr? Seguramente en lo más sencillo, en lo más simple: en el hecho de correr con tan pocos medios como lo hace los keniatas en el valle del Rift; o en el hecho de que correr no es más lo que la propia palabra indica, ya sea para ganar aun rival, para derrotar al tiempo o para vencernos a nosotros mismos y superar nuestros propios límites para lograr un objetivo. En definitiva, en el sentido de correr para simplemente sentirnos vivos y demostrarnos que podemos llegar a tiempo antes de que suene la última campanada.

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