El tipo se llama Wilson Loyanae. Tiene 26 años, es natural de Kenia y ha disputado sólo dos carreras fuera de su país, ambas en Corea del Sur. La primera fue en 2011, el maratón de Gyeongyu, que ganó con 2.09:23. La segunda, el maratón de Seúl del pasado domingo, donde también ha sido el mejor con 2.05:37. No se molesten en buscar ninguna otra referencia de él. Ni ha sido internacional, ni ha logrado títulos nacionales, ni se conocen sus demás marcas. Hasta ayer se trataba, aparentemente, de un africano del montón. Y lo irónico es que, a pesar de su imponente crono seulés, sigue siéndolo.
Por exagerado que suene, hoy casi cualquiera alcanza el nivel de los no tan antiguos campeones. El dinero de la ruta magnetiza a los jóvenes de Kenia, Etiopía, Eritrea, Uganda. Wilson se ha convertido en el trigésimo séptimo hombre que, desde 2001, baja de 2.06 en condiciones legales. Antes de 1999, no había descendido nadie. El club de los 2.05 ya empieza a ser demasiado numeroso como para considerarse selecto. Dicho de otra forma: la distancia de Filípides se ha desmadrado igual que se desmadró el lanzamiento de peso en los años setenta o el salto de altura en los ochenta.
Casi recuerdo con nostalgia el maratón de Londres de 2002. El mes que viene se cumplirán diez años. Se llamó la carrera del siglo por la nómina de participantes y por las marcas obtenidas. Ganó Khalid Khannouchi con 2.05:38, récord mundial de entonces, por cierto un segundo peor que Loyanae en Seúl-2012. Detrás llegaron Paul Tergat (2.05:48) y el mismísimo Haile Gebreselassie en su debut (2.06:35). La prensa llenó páginas enteras alabando la calidad de aquella competición; guardo recortes de El País y de El Mundo dándole tanto espacio como a la crónica de un partido del Real Madrid, que ya es mucho decir en un país donde el fútbol acapara casi por completo la información deportiva.
Sin embargo, repasando los periódicos de este lunes, viendo que el maratón de Seúl con sus siete primeros clasificados por debajo de 2.08 ha pasado totalmente inadvertido, uno se siente anacrónico, oxidado, incluso vencido. ¿Qué tiempo hace falta para que el periodismo contemporáneo se fije en un maratón? Pero nos lo tenemos merecido. Nosotros mismos, público, corredores, entrenadores, médicos, organizadores, patrocinadores, todos, absolutamente todos, hemos creado al monstruo. No se puede negar que esta misma película, la película de ciertas disciplinas de atletismo que viven una repentina edad de diamante, ya se ha visto muchas veces.
Es metafísicamente imposible explicar qué ha cambiado en sólo una década para que perfectos desconocidos -que me perdone el seguro magnífico Loyanae-, para que docenas de novatos, sin currículum ni referencias, surjan de la nada y corran más deprisa que grandes estrellas que aún ni siquiera se han retirado. Y, por favor, que no nos cuenten leyendas urbanas sobre la mejora en los sistemas de entrenamiento o sobre la abundancia de africanos de élite, como si Paul Tergat se entrenara poco en sus verdores o los atletas de color fuesen un hallazgo de hace cinco minutos.
No nos engañemos. Una generación entera de jovencitos se ha puesto al nivel de los dioses. Nos estamos acostumbrando a que los registros por encima de 2.08 no valgan de nada; de hecho este fin de semana también se ha disputado el maratón de Roma, pero el crono del vencedor (2.08:04, Luka Kanda) no ha encontrado eco más allá de la prensa local italiana.
Y resulta injusto. Correr en 2.08 es dificilísimo. Nadie ajeno al atletismo puede imaginar cuánto supone: los kilómetros, el sacrificio, la dedicación. Hasta 1995, esa marca le costaba una carrera deportiva entera a fondistas extraordinarios. Ahora la mejor marca mundial junior está en 2.05:23. Y esta primavera descubriremos que existe medio centenar de atletas en activo capaces de parar el reloj en menos de 2.06:30.
En el maratón hay mucho dinero. Es un evento relativamente barato para instituciones públicas y patrocinadores que genera un impacto económico impresionante en torno suyo, porque el participante de a pie suele viajar acompañado, y pasa entre una y tres noches en la ciudad organizadora. Los censos suben, y los hoteles, los restaurantes y las agencias de viaje se benefician. Todas las urbes del planeta quieren tener su propia prueba de 42 kilómetros y 195 metros. Es un acontecimiento saludable y positivo que enriquece el territorio que lo acoge.
Pero en el terreno estrictamente deportivo, cada vez se me enarcan más las cejas. Quizá Wilson Loyanae sea una figura y me trague mis palabras. Lo haré encantado. Pero si se trata de un corredor que nunca estará entre los 25 mejores fondistas de su país, de un meritorio que diez años atrás habría tenido problemas para bajar de 2.10, seguiremos inflando una burbuja de récords que acabará explotando y matará la gallina de los huevos de oro del atletismo en ruta.
Juan,esto que comentas,creo yo,que viene propiciado por el dinero ¿quién corría antes maratones???? solían ser atletas veteranos,que cuando ya no podían rendir al nivel que lo hacían en sus pruebas,se van pasando a distancias superiores.Pero hoy,los africanos ven en el maratón una fuente de dinero(más que ellos,sus representantes o apoderados).Por otra parte viene producido por la popularidad de esta carrera¿qué aficionado se atrevía a ir a una maratón??? hasta yo mismo voy a participar en una en La Coruña.Es lo bueno y lo malo de que se haya masificado.
Al final piernas y corazon. Deporte limpio