Hace años que no participaba en una popular. Prácticamente todos los días que me entreno -cuatro a la semana o así- voy solo por esos caminos de Dios. No compito mucho. De un tiempo a esta parte, apenas me inscribo en una o dos carreras anuales de 400 metros en pista; me gusta esa distancia y la incorporo para mantener un pequeño hilo conductor de forma. Cada uno tiene un objetivo, y el mío es la categoría M50, dentro de pocos años. Quizá entonces me motive con un Campeonato de España en la distancia que me apetezca; no más larga de 800 metros, seguramente. Por ahora, guardo fuerzas de manera activa, corro cuando puedo y pienso en mi pequeña Sara, que nacerá en abril.
Digo todo esto para explicar que me he tomado el 10k de Valencia como un rodaje rápido. ¿De qué hablamos, con el crono en la mano? Pues de ir a cuatro, más o menos. Habrá lectores a los que ese ritmo les parezca fabuloso y otros que se aburran a semejante velocidad; vamos, que no le llamarán ni velocidad. Sólo puedo decir que cada cual tiene unas condiciones y un tiempo libre limitado y, en este momento, ir a cuatro en 10 kilómetros es lo mejor que puedo hacer sin echar el hígado; ya me gustaría andar más sueltecito, pero no puedo, oiga.
El plan, por tanto, era llegarme en 40:30, aproximadamente. Había añadido un colchón de 30 segundos porque esta semana sólo había hecho dos sesiones y quería disfrutar. Nada de agobios. Venía conmigo mi chica, y como le había prometido que no apretaría, no era cuestión de desplomarme en la meta, y dejarle el marrón de mi lipotimia a una embarazada de seis meses.
Pero ya se sabe: llegas a las inmediaciones de la salida, catas el clima -ventoso, fresco y soleado aquella mañana-, ves a la gente calentando en pequeños grupos, reconoces caras, saludas y te saludan, fulanito te cuenta que sale de una lesión y no puede correr a tope, menganito se da golpes de pecho y asegura que no se ha entrenado, y tu ego competitivo, que sólo se escucha a sí mismo, te dice: «Juan, hoy corres a muerte y les ganas a estos cuentistas».
Troto suavemente durante cinco minutos, ni uno más. Ahora estoy mirando a la gente con la insolencia del que lleva un as en la manga. Me jaleo del siguiente modo: «Hoy hago aquí 36 minutos y se cagan todos los que me conocen», que son cuatro gatos, por cierto, a los que mis marcas les importan un comino. Pero da igual: yo más chulo que un ocho. Luego estiro y hago un par de rectas flemáticas. Cuando falta poco para la salida me meto en mi box, el sub 40. Craso error. Hace tanto tiempo que no compito, que no recuerdo que si quieres correr de verdad, hay que meterse en el último segundo y lo más adelante que te dejen…
En éstas que se da la salida, con retraso de ocho minutos y un viento gélido que nos hiela todos los primos que yacemos en el tumulto. Y la primera en la frente: aunque al principio no me separaban más de 30 metros de la cabeza, tardo casi 20 segundos en pasar por el arco de salida. Malo para mi proyecto de 36 minutos. «Pero nada que no pueda recuperar en el último kilómetro -me animo-, lo importante es ponerme a 3:40 en seguida». ¿A 3:40? ¡Ja! El box sub 40 está plagado de corredores de 60 minutos o más que pintan en esa zona lo mismo que servidor en el Consejo de Administración de Bankia. Además, hay un estrechamiento de carril a los 100 metros. O sea, que voy al trote cochinero y, como si estuviera en el metro de Tokio en hora punta, dando y recibiendo mil excusas por las patadas y codazos que meto y me meten.
Miro el GPS y he hecho 2:28 en el primer 500. Además, tengo sensaciones regulares, quizá por el cabreo que arrastro, y que pesa más que mis irreductibles 72 kilos. Aún así, me digo: «Esto lo recuperas, si no pueden ser 36, serán 37 minutos, que también te vale; luego cuentas en Foroatletismo que te han zancadilleado en el primer mil, que casi te tiran al suelo, y santas pascuas«.
Ya se abren pequeños claros en el bosque de camisetas y dorsales. Voy estirando las piernas, que quisiera formaran una zancada majestuosa, pero más bien dibujan un tranco de abuelete. Cada vez adelanto a menos insensatos, incluido un tipo disfrazado de Groucho Marx que estaba en primera fila, y que va a 7 minutos por kilómetro y decelerando. «Estos son mis principios, sino le gustan, tengo otros», me saluda al adelantarle.
De pronto afrontamos un giro por la rotonda de Aragón, y la muchedumbre se comprime. En esto de las retenciones atléticas pasa como en las autovías: se forma una cola descomunal, como de Valencia a Utiel, con sólo que frenen dos coches al paso de Motilla del Palancar. Paradita y vuelta a coger el ritmo. Encima no veo el cartel del primer mil en ninguna parte. Mi gps, implacable delator, me informa de que he hecho 4:31, vamos, peor que muchos entrenamientos cuesta arriba. Pero lo que más me solivianta es que no aparece el dichoso kilómetro marcado por la organización. Eso de no ver el parcial lo interpreto como un mal augurio. Llaneza, Sancho, no te encumbres. Comienzo a pensar que buenos serán los 38 minutos, si me alcanza.
A todo esto, ya corro sin nadie que me agobie. Pero no hay sensaciones. Ahora no me ocurre nada, no tengo excusas, nadie me molesta, simplemente no puedo ir más deprisa en ese momento. El cuerpo es muy sabio. Mi reloj marca 8:43 por los 2.000 metros y, en un liberador acto de realismo, me dejo de quijotadas y regreso a mi plan inicial de 40 minutos (40:30, para ser precisos), que es lo a lo máximo que puedo aspirar.
No sucede nada destacable hasta el ecuador, por el que transito en 20:41, ya más entonado. La verdad es que sin la presión de recuperar los segundos de la salida, me siento mejor. Hago el siguiente kilómetro, con la leve tachuela del puente del Assut de L’Or por en medio, en 3:56. Me doy cuenta de que la organización no ha señalado ningún parcial, pero si uno se fija, los miles están indicados con pintura roja en el suelo, con cuerpo de letra de crédito bancario. Bueno, da lo mismo. Esto mejora, estoy adelantando a mucha gente. Y entonces, igual que todos los españoles, paso de la depresión a la euforia en un batir de párpados. Me pongo a especular con el horizonte de bajar de 40 minutos. Interrogo a las piernas. Las piernas podrían hacerlo, creo, si sufro un poco. Pero mi orgullo de atleta, que es como esos aristócratas arruinados del siglo XIX, me susurra: «Ah, no. Ni loco llegues a meta con la lengua fuera habiendo hecho 39 minutos largos. Hasta ahí podíamos llegar…».
Me contengo encantado. Mi cadencia se ralentiza a 4:10. Ahora voy cómodo, cual turista en pantalón corto, y me fijo en la gente de mi alrededor. Dicen que la cultura de un país se mide, entre otros indicios, por el número de ciudadanos que hacen deporte. Y no sé si es porque hay mucho paro y sobra tiempo o porque correr está de moda, pero se ve mucho veterano en las carreras. Me imagino a mí mismo con 60 ó 70 años, dándole aún a las zapatillas. ¿Vendrá a verme mi hija? ¿Pensará que soy un ludópata del pedestrismo, un chalado con dorsal?
Alcanzo el kilómetro nueve en 36:56. Me he dormido escandalosamente. Ni 40:30 haré, vaya vergüenza para mi corazón deportivo. Ya estoy en La Alameda, donde se ubica la llegada, y se oyen las voces de ánimo del speaker, un tipo algo cargante con su rollito de subir fotos a twitter y con la DJ tatuada que pincha discos maquineros sobre un autobús de dos pisos. Ahora sí he acelerado. Hombre, entendámonos; no es que vaya a ritmo de récord del mundo, pero a menos de 3:50, sí. Exactamente a 3:46. Paso a varios grupos. Veo el reloj digital bajo un arco de Divina Pastora. Puedo esprintar y ganar cuatro o cinco segundos, pero no esprinto, no sea que alguien me vea y me acuse de ir a tope. Hago 40:42 (luego me mandan un sms y me entero de que son 40:23 de tiempo real, o sea, más o menos el objetivo). En fin. Nada de lo que presumir, siendo a priori asequible. Comento la jugada con la tertulia atlética que suele formarse en las llegadas. Otra vez fulanito y menganito contándome sus mantras. Veo a algún viejo conocido que me ha ganado y me jode porque está más gordo y más calvo, pero corre más que yo. Bueno, él y todos los cuentistas que me han fulminado y que, milagrosamente según ellos, han corrido como el viento. Siendo deseos de reivindicarme; replico que yo venía a rodar, que no he sufrido, vamos, que estoy más fresco que una lechuga. Pero, glups, si examino mis sensaciones, me han sobrado pocas fuerzas…
Noto que me estoy enfriando y busco algún stand donde vayan a darme una camiseta o similar. Pregunto y alguien me dice que no, que no hay camiseta en la llegada -inevitable cara de descojono-, que tenía que haberla recogido en la Feria del Corredor cuando retiré el dorsal. Y encima no queda Aquarius de naranja en los mostradores. Me cabreo y pienso: «Cómo echo de menos mis rodajes en solitario de los domingos sin explicaciones, sin pretextos, sin decepciones, donde me lo perdono todo a mí mismo». Pero es mentira, me ha gustado la experiencia y el año que viene repito, si la salud y Sara me dejan. Y así haré en ésta y otras competiciones, lo juro sobre el iPad de Angela Merkel, hasta mi último aliento de corredor.
Pero que bueno,hacia tiempo que no leia una cronica de carrera tan amena y divertida,enhorabuena por esto y por tu tiempo, que es muy bueno.
Todavía me estoy riendo, felicidades por la «carrerita» y sobre todo por el relato, te animo a que vuelvas a contar tu proxima carrera, saludos!!!
Muy bueno! Me ha gustado.
Se me ha hecho más ameno leerlo que a ti correrlo. Enhorabuena!
Gracias por opinar sobre mis desventuras competitivas, amigos!!! Salud!!!
Muy bueno crack!!!