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Domingo de Resurrección del año 13. Miro hacia un lado y otro de la calle, y trepo por el muro con la mayor dignidad que mis 41 años me permiten, que no es mucha, por cierto. Vivo junto al polideportivo de un pueblecito mediano, con pista de atletismo de tierra, reliquia de los años setenta que ha sobrevivido con tribuna incluida gracias a la afición autóctona al fútbol y al rugby. No está mal para hacer series, excluidas las cortas o de ritmo competición.

¿Cuál es el problema? Si no hay partido, y aunque sea festivo, la instalación permanece rigurosamente cerrada. De hecho, cada vez que un árbitro pita final, el conserje se apresura a echar el cerrojo. Un crimen que la vecindad lleva años denunciando porque se trata, en rigor, de una pista infrautilizada. Pero hoy he decidido entrenarme allí, pase lo que pase, saltando la valla igual que algún grupo de chavales dominguero, que a veces se cuela para jugar un partido de fútbol clandestino o producir gamberradas de baja intensidad como tirar petardos o volar una cometa.

Me corresponde un 3 x 3 x 500 metros recuperando 1:30 entre series y 5 minutos entre tandas. No diré que vaya a mejorarme gran cosa, porque este año ando disperso y me he entrenado poco; algunas semanas, apenas 3 días. Pero me apetece el menú, me lo piden las piernas. Quiero mantener un hilo conductor de forma, una mínima evolución lógica de los entrenamientos, y en invierno he rodado mis kilómetros, y con la llegada de la primavera he comenzado a medicarme series, cuya intensidad y recuperación aumentaré a medida que avance el calendario; como mandan los cánones, o sea. Supongo que después, este verano, haré un par de carreras de 400 metros para verificar que aún soy capaz de correr por debajo de 1 minuto sin tirar la papilla. Con eso, a día de hoy, me basta para matar mi afición y sentirme algo más en forma que la media de los mortales de mi generación.

Sin mayores contratiempos me cuelo en el polideportivo y comienzo a calentar 10 ó 12 minutos sobre la hierba. Me viene a la cabeza, vaya usted a saber el motivo, mi época junior, cuando Semana Santa era tiempo de concentraciones, de sacar la calculadora y el calendario, de viajar con otros compañeros a un hotelucho ubicado -por supuesto- a más de mil metros de altitud, y soñar con récords personales y campeonatos remotos. Mi impresión es que aquellas convivencias de adolescente le dejan una honda huella a los atletas de élite e incluso a los de clase media o nula, que es mi caso. Todos aprendimos -unos más despacio que otros- que Pascua es época de ejercitarse al aire libre, y muchos conservamos aún la puñetera costumbre.

Sigo trotando. No hay escenario que inspire mayor reflexión para el deportista que un estadio vacío, mientras el mundo gira alrededor de tu propio entrenamiento. Me pregunto si alguna vez habrá habido una competición en este anillo abandonado. Qué tontería; supongo que sí, antes de la colonización futbolera, cuando décadas atrás escaseaban las pistas de tartán y el polideportivo en cuestión fuera el último grito. Observo la curva demasiado cerrada, los pequeños socavones, las hierbas que crecen en varios tramos de la calle uno, e imagino las visicitudes de los atletas de la Transición.

Después hago estiramientos y un par de progresivos. Escudriño el viento, que estos días sopla bravo, para garantizarme dos rectas a favor. Como no hay líneas, en la llegada trazo un surco de arena con la zapatilla. A continuación retrocedo 100 metros y repito la operación para indicar la salida. Entonces se me ocurre la genial idea de hacer lo mismo en los otros puntos intermedios, con tal de cogerme los parciales. Pierdo 10 minutos con el capricho. Si me ve alguien pensará que estoy pirado, pero no hay nadie. La pista para mí solo. Ya estoy listo para mis quinientos.

Los tres primeros los hago en dirección contraria a la habitual, esto es, en sentido de las agujas del reloj para no sobrecargar, que es lo que me faltaba a estas alturas. Salen razonablemente conservadores: 1:43.26, 1:43.45 y 1:41.97. Descanso 5 minutos y aprovecho para beber y estirar.

Ahora me encuentro en la segunda tanda. Empiezo con 38 segundos en los doscientos metros, demasiado rápido. Me contengo y acojono a la vez. Tomo 1:41.44. Desde fuera debo parecer una tortuga pero, dadas las circunstancias, a mí se me antoja la velocidad de la luz. La siguiente serie es más equilibrada, 1:42.03. En la de más allá suelto un poco la cadena y ya estoy en 1:39.29.

Otros 5 minutos reparadores. Pienso en cómo habría hecho este mismo interval veintitrés años atrás. Pero no hay lugar para la nostalgia. Correr es presente. Para los veteranos cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque se disfrute más sin responsabilidad, corriendo cómo y cuándo a uno le viene en gana sin la esclavitud de la marquita que, de todas maneras, ya no se batirá nunca.

Sólo queda un 33% del entrenamiento. Hago 1:40.53, y a continuación 1:41.11. Me queda la última fracción del día. La definitiva. Menudos sofocos cogíamos a finales de los años ochenta mis compañeros de entrenamiento y yo para rematar una sesión como ésta. Era una competición de orgullo y honor. Incluso más que una competición. Ahora, sin embargo, me asiste la potestad de elegir; no tengo adversario ni honra, así que apretaré simbólicamente en los últimos 200 metros. Comienzo con cautela y voy a ritmo de 20 segundos cada cien. Al llegar a la curva final miro el reloj (1 minuto exacto), y cambio. Mi imagen esprintando debe parecer un chiste a cámara lenta. No obstante, me doy el gustazo de bracear como si de verdad me jugara algo. Arribo en 1:34.72, que no es para tirar cohetes, pero me vale.

El promedio de las nueve series sale a poco menos de 1:41, una broma para cualquier fondista incluso aficionado, pero a mí me obliga a hincar la espalda y recobrar la respiración mientras jadeo en estéreo a sabiendas de que nadie me oye.

¿Seguro que nadie? Miro hacia la entrada, y justo en ese instante veo a un policía local caminando enérgicamente a mi encuentro. Ay, ay, ay. Servidor no está para diálogos profundos, pero compongo mi figura lo mejor que puedo.

– La instalación está cerrada -me advierte, como si ambos no supiéramos que lo sé-. Diga, ¿qué estaba haciendo, cómo ha entrado?

– He saltado el muro para hacer un entrenamiento -me sincero yo, más colorado por la pillada que por el esfuerzo.

– ¿Y no le da vergüenza, a su edad?

– Pues lo de saltar un poco. Pero correr en un polideportivo municipal un domingo por la mañana, no. De todas formas, lamento el trastorno y le doy las gracias por haber venido a rescatarme… la verdad, no sé si tendría fuerzas para salir otra vez saltando. 

– Las gracias que se las guarde -me suelta textual y cortante-. A ver, su DNI, por favor.

– No lo llevo encima, ya ve usted que voy en pantalón corto…

– ¿Tampoco sabe que es obligación suya ir con el DNI?

– Sí, si usted me lo pide. Pero vivo aquí al lado, y resolvemos el problema en un minuto; aunque el sentido común camina de la mano de la ley, y en cuestión de idenficaciones, la ley en espíritu se refiere, exactamente, a que…

– ¿De leyes me va a dar lecciones, usted? ¿Precisamente usted? -me mira con lástima; debo de parecerle un vagabundo del atletismo-. Acompáñeme ahora mismo para identificarse. Deprisa, deprisa.

– Faltaría más -me resigno, jadeante.

Y allá voy, en pos de mi décima e inesperada serie, en la que tengo que convencer al agente de que pasemos por mi casa, que está a escasos ciento cincuenta metros, en vez de subirme al coche patrulla.

Pero al llegar a la puerta del recinto se conoce que le doy pena y me deja marchar libre, no sin antes reñirme:

– ¡Friqui, que es usted un friqui, que le he visto haciendo marcas en la tierra, y corriendo y tomándose tiempos como si fuera un chiquillo!

Arranca su coche y saluda con la mano, alejándose. No era tan fiero el león. Le veo perderse entre chalets y adosados. Yo sigo mi camino. Mientras estiro en el banquito de un parque pienso que, en cierto modo, sólo un corredor comprende a otro corredor.

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Licenciado en Periodismo y corredor practicante (cada vez más lento) a razón de 4/5 días por semana. Ha desempeñado diversas responsabilidades en instituciones públicas, siempre en el área de comunicación, y ha participado en los equipos de prensa de varias campañas electorales autonómicas, nacionales y europeas. Autor del libro "El Derecho a la Fatiga", un estudio sobre el dopaje en las carreras de fondo y mediofondo.

4 Comentarios

  1. ja, ja, ja. Cómo me recuerdas a mí mismo haciendo exactamente lo mismo. Sólo los que tenemos esta afición somos capaces de hacer estas cosas.
    Muy buen artículo (por cierto, al menos pudiste terminar todas las series y no te multaron!)

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