Brasil tomará el relevo olímpico en 2016. Un año que, presumiblemente, ya no alcanzará como atleta en activo la gran pertiguista Elena Isinbaeva. Ella dice que no, que llegará a Río en perfecta forma. «Allí ganaré mi tercer oro», repetía y repetía tras su tercer puesto en Londres. Y lo dijo con una amaestrada sonrisa, sostenida por unos labios y unos ojos perfectamente maquillados, pese a ir en chandal. Ya saben, Elena, como buena caucásica, es elegante pero informal; una princesa -digamos- choni cuya clase ya quisiera para sí la burda Belén Esteban.
Sin embargo, pocos creen a Isinbaeva. Por lo pronto, no volverá a competir en 2012 y eso que quedan por delante reuniones como Estocolmo, Zurich o Bruselas; ciudades y estadios que antes servían de escenario a sus proezas, que alargaban su leyenda de triunfos, acercándola centímetro a centímetro a los 5,25 metros que la rusa, hasta hace poco, señalaba en las entrevistas como tope postrero de sus saltos.
Pero ya no está de humor. Su sonrisa triste tras la final del 6 de agosto se ha convertido en icono del fracaso en unos grandes Juegos, los de 2012, que dejan un excelente nivel medio, cuatro récords mundiales en atletismo y un sinfín de favoritos que cumplieron o casi cumplieron los pronósticos.
Con tanto brillo alrededor, a la ilustre zarina tiene que habérsele amargado el bronce. El escalón más bajo del podio tiene sabor a suave decadencia, a premio de consolación para una mujer que hasta 2008 coleccionaba oros, comenzaba a saltar cuando sus rivales estaban eliminadas, y gozaba de un favoritismo a prueba de bomba.
Ojalá me equivoque, pero por mucho que se empeñe, jamás será la que era ni igualará a su referente masculino, Serguei Bubka, en número de récords del mundo (28 de la rusa por 35 del ucraniano).
Y es que Isinbaeva sigue perdida para la altísima competición desde que dejara a su entrenador de siempre, Eugeny Trofimov, y se pusiera a las órdenes de Vasili Petrov, el extécnico del propio Bubka. Aunque su retorno con Trofimov se saldó con un nuevo récord mundial indoor el pasado mes de febrero (5,01 metros en Estocolmo), refrendado por un título mundialista bajo techo en Estambul-2012, nada es igual para la también Premio Príncipe de Asturias del Deporte.
Recapitulemos. El año sabático que se tomó en 2010, harta de ganarlo todo pero escocida en su amor propio por tres nulos en el Mundial de Berlín, le sentó como un tiro. Su dominio en Mundiales y Olimpiadas se ha esfumado. Es vulnerable. Fracasó en Daegu-2011 y sólo ha sido bronce en Londres-2012. Ya nadie se asombra de sus tropiezos, cada vez son menos noticia. Y aunque ha tenido pequeñas lesiones, cualquier mediano observador diría, simplemente, que a los 30 años su momentum, su idilio con el atletismo, ha pasado. Que todo ahora es más difícil y tosco para ella. Incluso las entrevistas.
«En Londres no ocurrió nada, bueno, sólo hubo mal clima, y las dos mujeres que me ganaron (Surh y Silva) tuvieron más suerte que yo. Hay que felicitarlas. No soy una máquina. Lo di todo y no pude hacer más», dijo una Elena derrotada que sonreía y sonreía, no obstante, como un anuncio de Profidén. La procesión iba por dentro. Tenía que dolerle reír a esta pedazo de profesional dentro y fuera de las pistas.
El año que viene le aguardan los Mundiales de Moscú, en su país. El reto final para ella. Una prueba de fuego definitiva con sólo dos desenlaces posibles: si gana ante su público habrá puesto punto y final a una desastrosa racha de Mundiales tirados a la basura y resucitará a todos los efectos, igual que hizo el mismísimo Bubka cuando en 1997 ganó un oro por el que ya no apostaba nadie. Pero si pierde, cuidado, porque quizá nunca volvamos a ver a Elena luciendo su chandal de princesa, por más que nos prometa una ardiente cita en Río.